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Daniel Martínez González (CIESAS Peninsular)


El presente escrito es resultado a su vez del texto-guion que preparé para la ponencia intitulada “El sistema legal colonial y la producción historiográfica indígena: El caso de los códices Techialoyan”, presentada en el Segundo Congreso Internacional sobre el Derecho Prehispánico en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH-CDMX) el día septiembre 05 de 2017. Agradezco la gentilidad de Ernesto Sánchez, director de Texcocoeneltiempo.org, y su disposición para que este (re)escrito viese la luz. Pensado más como un ensayo introductorio al tema, he decidido omitir las referencias a pie de página -como en el original- procurando una lectura acaso más fluida al lector no universitario y/o especializado. Para el o la leyente interesada se presenta al final un breve listado bibliográfico con algunos de los títulos indispensables y otros estudios recientes aquí empleados.

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El presente texto tiene como objetivo primordial dar cuenta de manera general de algunos de los factores sociohistóricos en la Nueva España que motivaron la aparición -hacia el último tercio del siglo XVII e inicios de la centuria siguiente- de un conjunto excepcional de manuscritos de manufactura indígena y/o tradicional hoy conocidos como Códices Techialoyan, peculiares documentos ilustrados sobre papel nativo en los que se consignó la historia y fundación preeuropeas de diversos pueblos de indios vecinos a la otrora cuenca lacustre de la ciudad virreinal de México, y se registraron los linderos y límites geográficos de estas poblaciones centromexicanas hablantes del náhuatl en su gran mayoría.

Como es sabido entre las y los estudiosos de estas piezas documentales escritas en la lengua de los antiguos mexicanos, el propósito esencial de este tipo de manuscritos indígenas era legitimar ante las autoridades novohispanas y la Corona española -y ante otros altepemeh podemos pensar- el derecho de las comunidades indígenas sobre su territorio, así como servir de testimonio y/o prueba documental a los pueblos de indios del centro de México en los litigios sobre la tenencia de la tierra y, con base en ellos, justificar su posesión, ocupación y usufructo del medio principal de producción en los pueblos de indios.

En este orden de ideas, se busca situar aquí la, o más bien, las coyunturas históricas que auspiciaron la elaboración de estos códices novohispanos dentro de una tradición historiográfica más amplia en la geografía virreinal en defensa de la propiedad indígena ante los embates de la vertiginosa conquista española, la instauración del régimen colonial hispanoamericano y la enajenación de tierras indígenas también conocida como acumulación originaria; así como también vincular la confección de este importante corpus documental con el impacto y efectos de las llamadas leyes de congregación y composición de los pueblos de indios emprendida por la política indiana y las autoridades castellanas en la Nueva España.

Atendiendo a estas consideraciones generales, las preguntas centrales que guiarán esta pesquisa son las siguientes: a) ¿Qué diantres son los códices Techialoyan?, b) ¿Cuáles son sus características formales y cuáles sus contenidos textuales?, c) ¿En qué contexto, por qué y por quién o quiénes fueron confeccionados?, y finalmente, d) ¿Cuál es el valor histórico e/o historiográfico de estas singulares piezas documentales? Amplias y complejas cuestiones que si bien estamos lejos de agotar en las presentes líneas tienen como intención última informar de manera general acerca del estado actual de la cuestión sobre estos interesantes manuscritos indígenas y su estudio y análisis.

1. Un poco de historiografía

Se conoce como Códices Techialoyan y/o del Grupo Techialoyan a un conjunto novohispano de manuscritos ilustrados de tradición indígena así denominados por llevar el nombre indoespañol del pueblo de indios en cuestión de uno de los dos primeros códices de este tipo en aparecer, el Códice de San Antonio Techialoyan, dado a conocer hacia 1933 por el historiador tlalpeño Federico Gómez de Orozco, quien lo encontró en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, cuando ésta se encontraba aún en la antigua sede del Museo Nacional en el primer cuadro del actual Centro Histórico de la Ciudad de México.

A partir del análisis “histórico-paleográfico” del contenido de este manuscrito, el también bibliófilo y estudioso del arte novohispano se percató que, entre otras varias cosas, uno de los topónimos y/o nombres de lugar que más aparecía en la pieza documental era Techialoyan, razón por la cual sugería “bien podría llamársele Códice de Techialoyan, por ser ésta la población principal allí registrada”; población que también ubicó al suroeste de la otrora capital virreinal y que hoy lleva por nombre San Antonio la Isla [sic], al sureste del Valle de Toluca, antiguo Matlatzinco.

Aunque el primer códice de tipo Techialoyan del que se tiene noticia, el Códice de Cempoalla, fue publicado hacia 1890 por el coleccionista y librero alemán Bernard Quaritch, no fue sino hasta el trabajo pionero de Gómez de Orozco que se relacionó a estos dos manuscritos, esto es el Códice de San Antonio Techialoyan y el de Cempoalla, con otros cinco documentos similares, entre los que figuran los códices de San Pablo Huyxoapan, San Pedro Cuajimalpa e Ixtapalapan, con los cuales quedo integrada la primera lista del corpus Techialoyan.

Una década más tarde, es decir hacia 1943, Robert H. Barlow, joven escritor de cuentos de terror y prolífico estudioso de la historia y el pasado prehispánico, comenzó a aplicar la palabra Techialoyan, vocablo nahua que bien puede traducirse como ‘mesón’, ‘aposento’ o “el lugar donde se espera a alguien”, a diversos documentos que compartían el tipo de soporte, el formato, los textos y el tipo de letra, el estilo pictórico, las imágenes, la temática y el contenido, del códice estudiado poco antes por Gómez de Orozco; manuscritos a los que también asignó una letra del alfabeto latino como una primera propuesta clasificatoria y sobre los cuales continuó informando en los años siguientes en la revista Tlalocan, publicación especializada en las fuentes históricas del México antiguo y de la cual Barlow fue fundador.

Para 1948, nuevamente Gómez de Orozco en un artículo referente a lo que él denomina “la pintura indoeuropea” de los Códices Techialoyan (que según este mismo autor tuvo sus orígenes en la escuela de oficios de San José de los Naturales establecida por el célebre fray Pedro de Gante)— incluyó un apéndice también alfabético en el que se enlistan poco menos de veinte manuscritos de esta tipología; todos ellos dispersos en diversos archivos, bibliotecas y colecciones particulares, tanto nacionales como de otros países.

Como en un primer momento se les considero manuscritos de notable antigüedad, pues como se ha mencionado se estimaban elaborados hacia la primera mitad del siglo XVI, la avaricia y el interés estimuló la aparición (y búsqueda y sustracción) de otros ejemplares de este tipo de documentos; de suerte que para 1975 -año del censo elaborada por Martha y Donald Robertson, publicado en el volumen 14 del Hanbook of Middle American Indiansse contabilizaron 48 de estos códices, de los cuales se indica el lugar de procedencia, el repositorio donde se le resguarda, una breve descripción física y/o formal y las referencias bibliográficas sobre el mismo.

Hoy día, especialistas y estudiosos de estos manuscritos como Xavier Noguez y/o Raymundo Martínez coinciden en enumerar 55 códices Techialoyan, si bien estos mismos reconocen la necesidad de reconsiderar la cifra total de estas piezas documentales; que según el último censo levantado sobre estos, el realizado por Miguel Ángel Ruz Barrio y Nadia Serralde en 2015, debería contar 34 códices dentro del Grupo Techialoyan, toda vez que algunos de estos se encuentran fragmentados y/o divididos, es decir, forman parte de un mismo documento y por ello se tienen varios registros del mismo, o definitivamente no comparten la totalidad de las características que definen al corpus.

2. Formas, patrones y contenidos compartidos

Una de las características principales de este tipo de documentos es el soporte en el cual se encuentran elaborados, el cual está hecho de papel amate grueso y en bruto, esto es sin la imprimatura de cal o estuco que era aplicada a los manuscritos preeuropeos, lo que por otra parte ha contribuido al deterioro particular de estos códices de tradición indígena, que en muchos de los casos muestran pérdidas en los bordes y/o fragmentos completos desaparecidos.

El formato más común de estos manuscritos en papel vegetal de manufactura nativa es el de hojas simples o reunidas en doble folio, o la combinación de ambas para conformar un libro europeo; aunque también se tiene noticia de la elaboración de paneles-p. ej. los códices de Atlapulco (74×94 cm) y de Coyotepec (74×96 cm)- como de tiras, largas superficies de amate que fueron empleadas en el Códice de San Salvador Tizayuca, el Códice de San Lucas Xoloc y el célebre Códice Techialoyan-García Granados, manuscrito este último de casi siete metros de largo en el cual se pintaron por ambos lados una suerte de “nopal genealógico” de los tlahtoqueh o señores de Tenochtitlan y Tlatelolco, así como una rueda de pipiltin o nobles y una extensa lista de gobernantes asociados al señorío tepaneca de Azcapotzalco, además de dar cuenta de la historia dinástica de dichos altepemeh, así como también de los de Tlacopan y Tetzcoco.

Asimismo, los códices del Grupo Techialoyan presentan una estructura más o menos homogénea. En la primera sección, un texto alfabético en náhuatl hace referencia al acto de reunión de los habitantes del pueblo y sus autoridades indias en la casa de gobierno local para verificar la información que se va a registrar. Más adelante en el documento, a través de glosas en mexicano e ilustraciones supuestamente indígenas, se da noticia de los ancestros, las migraciones, los caudillos toltecas o chichimecas, los personajes fundadores de la comunidad y los primeros asentamientos.

También en algunos casos se agregan datos sucintos en torno a la nobleza indígena y/o local como representantes del gobierno en el pueblo de indios en cuestión. En algunos de estos códices tradicionales, sobre todo en aquellos procedentes del Valle de Toluca, se refieren los efectos del impacto político y territorial que tuvieron en esta región del Matlatzinco las guerras de conquista de la llamada Triple Alianza o Excan Tlahtoloyan a partir de 1474, cuando se realizaron los exitosos ataques y subyugación consecuente bajo el mando de Axayacatl. “el de la máscara de agua”, sexto tlahtoani mexica.

Una segunda etapa histórica señalada en este conjunto documental comienza con la conquista castellana, el bautismo de los catecúmenos nativos, la predicación del evangelio y la llegada de las nuevas autoridades religiosas y civiles, mismas estas últimas que jugaron un importante papel en la confirmación de las tierras de los pueblos de indios. Al mismo tiempo y dentro de la narración visual y alfabética de estos folios ilustrados, se escogía una santa o santo patrón para la protección del poblado y sus habitantes. En algunos Techialoyan, como el Códice de Xonacatlan, al noreste de la actual ciudad de Toluca, o el García Granados ya comentado, aparece también un escudo de armas otorgado al pueblo y/o villa indígena por las autoridades reales.

Finalmente, y como uno de los propósitos fundamentales del documento todo, se muestran gráfica y espacialmente los lindes y/o límites territoriales expresados en “mecates de tierra”. Igualmente, las glosas descriptivas en náhuatl se encuentran acompañadas en ocasiones de grafemas como XOXXOO, que se han interpretado -que no leído- como anotaciones adicionales de agrimensura de tradición autóctona. Véase a continuación la descripción breve de dos de estos manuscritos Techialoyan hoy conocidos como Códice de San Pedro Quauhximalpan y el Códice de Tepotzotlan Tzontecomatl, C o 703 y 718 respectivamente en clasificaciones alfanuméricas previas de este conjunto documental.

3. Dos ejemplos de manuscritos Techialoyan

Del primero de estos manuscritos indígenas, esto es del Códice de San Pedro Quauhximalpan, elaborado quizá hacia 1673 en la localidad indoespañola del mismo nombre en la actual alcaldía Cuajimalpa en la Ciudad de México— se conserva una copia hecha a posteriori en el Archivo General de la Nación de México (AGNM), en la sección Tierras, volumen 3684, segundo expediente. El códice propiamente dicho abarca poco más de veinticinco hojas escritas/pintadas por ambos lados y una portada en forma de libro encuadernado junto con la transcripción que hiciese don Francisco Rosales (paleógrafo y “descifrador” de dicho centro de documentación mexicano) en el año de 1865; asimismo, se refiere en el expediente que la copia de las “pinturas jeroglíficas” que ilustran este codex nativo fue realizada por un individuo de nombre Ignacio Bustamante.

Originalmente compuesto por 26 folios, de los cuales la primera y última foja se encuentran “cercenados” a decir de Rosales, se tiene que el AGNM lo considera una de sus joyas documentales; si bien la foliación del manuscrito actual ha cambiado radicalmente pues al encuadernado se ha anexado la transcripción hecha por aquel primer manuscribiente, aquí se emplea la foliación sugerida en la edición digital de la Biblioteca Digital Mexicana A.C., es decir del folio uno al cincuenta y uno (véase las referencias al final).

Así, se tiene que la primera sección del documento correspondiente al texto náhuatl en prosa, de letra grande y a decir de algunos “poco refinada”, comprende doce o quizá trece folios. En la copia del mil-ochocientos aparece como probable que en la primera hoja que presenta faltantes importantes (14 en la edición de BDMX) se encontrase la mención de la celebración -casi doscientos años antes- de la reunión de los habitantes y principales y otros notables de los pueblos de San Pedro y San Pablo Quauhximalpan pertenecientes entonces, ya en el siglo XIX, a la municipalidad del mismo nombre y el partido de Coyoacan del Valle de México.

De suerte que la siguiente parte del manuscrito, la pictórica y/o gráfica-narrativa, principiaría en la foja catorce (y en la copia del 1800 en f. 1v), en donde se representó el glifo agigantado de Quauhximalpan, “el lugar donde se corta leña o madera”; prosiguen en dos láminas adelante las figuras de Quinomety y Tayotzin, caudillos chichimecas responsables de la fundación y/o asentamiento en cuestión (véase Fig. 1). A continuación, en f. 17, se consignan los pueblos de la montaña a la sazón tributarios a [Qu]auhximalpan, a saber: 1) Oyametitlan Tecolotlan, 2) Xaxelominotzyn, 3) Atlyquyzayan, 4) Apipilhuazco Zoquiatlan Tepecuauhtlan, 5) Atlan Tlapechco Atlacoyan, 6) Necocoyan Cuauhcecelicapan, y 7) Tlalochpanco, de izquierda a derecha.

Prosiguen en la narración pictórica glosada varias imágenes y/o retratos que dan notica del linaje proveniente de Azcapotzalco (18-21), la llegada de los castellanos (23-24) y el bautismo de los primeros cristianos en la zona (27), así como una escena que representa la designación de la vara de mando a las autoridades indígenas locales (28). Igualmente, un par de láminas atrás se menciona la fundación del tlahtocayo tepaneca de Coyoacan en un año ze tecpatl día ome acatl (26).

Figura 1. Quinomety y Tayotzin, supuestos caudillos chichimecas fundadores del Cuajimalpa antiguo (tomado del perfil de Twitter del AGNM; reprografía del autor).

Por su parte, el Códice de Tepotzotlán Tzontecomatl (o 718), o mejor dicho el documento bajo signatura 81 en el Fonds Mexicain de la Biblioteca Nacional de Francia, uno de tres fragmentos en EE. UU. e Inglaterra al parecer relacionados, contiene en nueve fojas tanto información (etno)histórica como etnológica de primera mano recopilada en esta localidad hoy mexiquense ubicada al noreste del Valle de Cuautitlán y al norte de la otrora cuenca lacustre de México.

Al igual que el resto de las piezas documentales que conforman el Grupo Techialoyan y el subgrupo comarcal al que pertenece este manuscrito (junto a los códices de Cuajimalpa y Xonacatlan), la creación de este documento ilustrado corresponde a un momento de la historia demográfica novohispana en el que las comunidades indígenas del centro de México alcanzaron un aumento sostenido de su población y con base en este fenómeno y sus “pinturas” de tierras reclamaron espacios y linderos que ocuparon originalmente antes de la conquista española y el establecimiento de las estructuras coloniales castellanas en lo que comenzó a llamarse la Nueva España.

Asimismo, el libro manuscrito en cuestión comparte la temática y los tópicos generales del corpus Techialoyan: referencias al pasado preeuropeo y a los linajes y la nobleza nativos, el arribo de los nuevos amos y las autoridades virreinales, la evangelización y el bautismo de los catecúmenos indios, y la descripción del altépetl principal -en este caso Tepotzotlan- y sus barrios o cabeceras. En las dos primeras láminas, por ejemplo, puede verse a los antepasados Cuecuentzin y Quinatzin, ambos con flechas y carcaj a la espalda y faldellín para señalar su extracción chichimeca (f. 1r), así como a un guerrero con maxtlatl y empuñando escudo y lo que parece un macuahuitl: Xolotl, aquel caudillo fundador de proporciones casi míticas detrás que quien aparece una mujer de mucho menores proporciones, acaso la consorte de este mismo (f. 1v).

En láminas siguientes se mencionan los pueblos sujetos a Tepotzotlan: a)Xochimanco, b) Xatiaco (Santiago), c) Xantana (Santa Ana), d) Xa Xeronimotzin (San Jerónimo), e) Cuatlaoyamel, f) Coahuacan, y e) Tepoxaco (de derecha a izquierda, véase Fig. 2). En la página siguiente, es decir en f. 2v, se consignan en una suerte de tabla las tierras de los barrios tributarios a dichos poblados y su extensión aproximada. Se distinguen también tres compuestos jeroglíficos ya europeizados que posiblemente indiquen topónimos y/o nombres de lugar (véase Figura 3).

Figura 2. Pueblos sujetos y/o tributarios a Tepotzotlan, nótese el ave posada en una de las cumbres rocosas, ¿un topónimo jeroglífico?(tomada del proyecto Amoxcalli. La casa de los libros-CIESAS; reprografía del autor).

El primero de ellos -de arriba hacia abajo en la tabla- se encuentra indicado por el busto de un varón que porta en su mano un trozo de madera que acaso pueda transcribir el valor logográfico de cuahuitl, lo que queda corroborado por el texto alfabético anexo: Coauitl, sitio al que corresponden 800 mecates o medidas de tierra, escrito ontzontli (2 x 400), esto es a la manera tradicional y/o de base vigesimal. En el segundo compuesto se advierte nuevamente el rostro de un individuo masculino posado sobre dos rocas redondas de valor de lectura tetl, y en la columna derecha se lee Tetl Yztaca, al que pertenecen 1200 medidas de tierra, escrito tanto en caracteres latinos, yetzontli (3 x 400) como por tres círculos al final del texto donde cada uno parece representar 400 mecates.

Finalmente, el tercero de los topónimos jeroglíficos copiados en el folio 3 del llamado Códice de Tepotzotlán-Tzontecomatl muestra el perfil de un rostro quizá varonil sobre el cual se posa una serpiente (coatl) en cuyo cuerpo ondulante se pintaron puntos negros denotativos acaso del espejo o tezcatl. En el texto alfabético adjunto encontramos la palabra Tezcacoat, que ulteriormente derivó el nombre actual del barrio de Texcacoa en Tepotzotlán, al que atañían mil seiscientas medidas de tierra, cifra que también se registró de forma mixta, es decir mediante la glosa nauhtzontli (4 x 400) y por cuatro círculos al final de la columna. Prosigue un compuesto toponímico más en la última fila de la tabla mas no tengo aún una propuesta de lectura para este probable glifo glosado como Cozcatepec.

Figura 3. Tabla de barrios tributarios y su extensión en mecates de tierra en el Códice Tepotzotlán Tzontecomatl (tomada del proyecto Amoxcalli. La casa de los librosCIESAS; reprografía del autor).

Más adelante en la narrativa de esta pieza documental, específicamente en los folios 4v-5r que conforman una sola escena, se ve a los pipiltin de nombre topalazizco (don Francisco) y tocaxpal (don Gaspar) coauhnochtzin frente a la figura supuestamente del célebre conquistador extremeño Hernán Cortés, glosado como “malquex” y junto a uno de sus capitanes. Un par de folios avante, en 6r, se representan las exequias de Cuauhnochtzin, postrado en una suerte de promontorio y de cuyo cuerpo emerge un árbol con dos descendientes y/o herederos.

En las láminas siguientes (6v-7r) se pintó la iglesia de Tepotzotlan y una escena de la ceremonia de bautismo de un catecúmeno indígena en la que se ve además a una pareja de españoles, un fraile regular quien imparte el sacramento y una mujer de rodillas y en acto de oración. Un folio delante (7v) se contempla a Ton Paltolome, una de las primeras autoridades poshispánicas en el pueblo quien porta un topilli o vara de justicia, misma que le otorga el cargo de la impartición de la justicia y el mando; Don Bartolomé aparece sentado en un asiento de tipo castellano en actitud de proferir la palabra a un grupo de hombres, algunos de los cuales también llevan topilli. Las dos últimas páginas de este manuscrito fragmentado (8r-9v) muestran los barrios de San Bernardino Tescacoac, San Agustín Tepetitlán y Tepancalan, con sus ermitas y casas y sus extensiones de tierras y linderos o mojoneras.

4. Algunas otras características paleográficas y pictóricas

Igualmente, los textos (tanto los breves o glosas que acompañan las escenas pictóricas, como las composiciones en prosa que en ocasiones ocupan páginas completas) son bastante similares en casi todos los documentos. Se encuentran escritos -como se ha visto- en lengua náhuatl y se caracterizan por estar conformados por construcciones gramaticales sencillas y enunciados cortos sin separaciones entre las palabras y otros signos, lo cual presenta alguna dificultad en la lectura y paleografía de estos textos alfabéticos en la lengua que también hablase Acolmiztli Nezahualcoyotzin un par de siglos antes.

Asimismo, el léxico o vocabulario empleado es escaso y limitado, toda vez que en comparación con el náhuatl escrito y/o transcrito por autores indígenas hablantes de esta lengua de la familia Yutoazteca en el Centro de México hacia el siglo XVI, se utilizan pocas palabras, así como pocas composiciones sintácticas equiparables a la de otras composiciones alfabéticas de tradición nahua (el Códice Florentino por citar un ejemplo). No obstante, también se advierte en los textos casi canónicos del corpus Techialoyan que en algunas cuantas ocasiones se recurre a la creación de términos en lengua mexicana, cuando se usaban ya de y de manera habitual préstamos del castellano; mientras que en otros casos se hizo uso de la fonética del náhuatl para la transcripción de nombres personales castellanos (vid. supra p. 13).

El tipo de caracteres alfabéticos de tradición latina empleado en los textos y las glosas está integrado sobre todo por letras minúsculas, redondas y de amplio tamaño, de las cuales únicamente solo los grafemas ‘x’, ‘y’, ‘p’, ‘q’, ‘h’, ‘tz’ y ‘c’ presentan variaciones. Dicho tipo de letra en los Techialoyan, ubicado temporalmente entre los siglos XVII-XVIII es muy parecido entre las distintas piezas documentales del grupo y en fechas recientes se ha vinculado con algunas inscripciones pétreas identificadas en las iglesias de San Antonio la Isla, San Francisco Xonacatlan, y San Lucas Tepejamanlco, todas éstas ubicadas alrededor del Valle de Toluca y vinculados -al menos- con un códice o manuscrito del Grupo Techialoyan (véase Figs. 1 y 3).

Sin duda, la característica más distintiva de este conjunto documental de manufactura nativa es el estilo pictórico de las escenas e/o imágenes, al que don Federico Gómez de Orozco denominó como “indoeuropeo”, término difuso con el que aludía a la primera escuela de pintura indígena mexicana inmediatamente posterior a la llamada Conquista de México; aunque a decir verdad predominan más bien elementos de la técnica y la plástica de tradición europea-occidental más que a la autóctona mesoamericana en las reglas de composición de la obra, la representación del espacio geográfico y las figuras humanas, animales y/o vegetales (véase p. ej. Fig. 2).

A diferencia de las convenciones estilísticas preeuropeas de tradición indígena mesoamericana para la representación del paisaje, los seres y los objetos, en las escenas pictóricas -sí, y no pictográficas- de estos manuscritos ilustrados se privilegian, o al menos eso se intenta, un naturalismo acusado y la perspectiva tridimensional, sin hacer uso empero de la línea de horizonte. Puede decirse que las imágenes todas fueron delineadas mediante una línea-marco, la cual pretende acusar el sombreado y, con ello, aumentar el volumen de las figuras; sin embargo, no se dio sombra debajo de los personajes humanos ni de otros elementos del paisaje natural tales como aves y árboles o magueyes.

También se sabe que en las láminas o folios de este tipo de códices manuscritos se hizo uso de una paleta de colores en la que se incluye el verde, azul, amarillo, naranja, rojo, blanco, gris y negro, así como diversas tonalidades de estos; todos los cuales, esto es los colorantes, fueron aplicados mediante la técnica de la aguada o pintura al gouache, procedimiento o técnica pictórica similar a la acuarela, la cual consiste en diluir los colores en agua o cola mezclada con miel, recurso por otra parte muy utilizado por los miniaturistas medievales el cual da por resultado tonos opacos que, no obstante, permiten el juego de luces sombras y con ello resaltar el drapeado en los pliegues o telas (véase códices de Cuajimalpa y/o de Tepotzotlán Tzontecomatl en la bibliografía final).

Como ya se ha apuntado líneas arriba, en las composiciones textuales y las escenas pictóricas de estas piezas documentales se ilustraron eventos trascendentales y/o clave del devenir político y sociohistórico pre y posteuropeo de los pueblos de indios o altepemeh circundantes al poniente de la ribera lacustre de la capital virreinal en la entonces Nueva España. Entre los protagonistas y/o personajes prominentes de dichos episodios sociales en la historia colonial mexicana es posible reconocer a mujeres y hombres de distintas poblaciones en los valles de Toluca y Cuautitlán, así como a españoles de diversas denominaciones tales como soldados y religiosos; todos los cuales fueron pintado casi por regla general de tres cuartos, aunque existen también representaciones de perfil y de frente (véase Figs. 1 y 3).

Como indican algunos de los estudiosos contemporáneos de este corpus manuscrito de tradición indígena tepaneca del antiguo Matlatzinco, uno de los asuntos pendientes que todavía están por averiguarse es el de las fuentes de las imágenes -y las glosas- de los documentos Techialoyan. Algún otro estudioso ha propuesto ver en los enconchados novohispanos, pinturas incrustadas de concha nácar célebres entre el mil-seiscientos y el 1700, los prototipos de inspiración o emulación de la figura humana entre el autor (o autores) de las escenas pictóricas “indoeuropeas”; un trabajo similar debe de hacerse con la proveniencia de los textos y las glosas alfabéticas, así como de los escribientes y/o autores y los discursos público-políticos e historiográficos contenidos estas peculiares piezas documentales.

5. Un poco de historia

Ahora bien, como es sabido por algunos de los estudiosos de los manuscritos de tradición indígena mesoamericana, los Códices Techialoyan son considerados a su vez como un subgrupo dentro de un conjunto documental novohispano mucho más amplio y complejo conocido como “Títulos Primordiales”, cuyo apelativo y contenido hacen referencia a concesiones territoriales hechas por las autoridades virreinales o reales a los pueblos de indios del espacio colonial mexicano. De manera muy general, puede decirse que los Títulos hasta hoy día conocidos presentan, por lo menos, dos grandes secciones: a) un antecedente (etno)histórico de la población, villa o barrio en cuestión, y b) un registro catastral de las tierras corporativas reclamadas por el pueblo o altépetl.

Como se sabe, el derecho medieval castellano (y europeo en general) otorgaba al monarca la facultad de imponer su autoridad tutelar en forma de cédulas, ordenes, edictos, entre otros documentos reales, en los cuales instruía sobre lo necesario o pertinente a un determinado caso; cuando sus mandatos no se obedecían -que eran las más de las ocasionessiempre se podía corregir situaciones anómalas o inesperadas mediante la figura de la composición. Es este aparato jurídico y diplomático el que se traslada a las llamadas Indias Occidentales, y se aplicó también en relación a violaciones al derecho de la propiedad territorial, por ejemplo, ya fuese que la violación hubiese sido a la propiedad real, es decir sobre baldíos o realengos, o sobre la “propiedad” indígena y sus distintos tipos de tierra.

A pesar de que los altepemeh o pueblos de indios no tenían la obligación o mandato de componer sus distintas calidades de terreno, curiosamente buscaron someterlas a dicho procedimiento legal, con el objetivo último de obtener un título jurídico amparado por el derecho castellano o indiano que a su vez diera fe y certeza a sus posesiones de tierra; aunque la comunidad o población indígena contase con sus títulos o “pinturas” antiguos.

El avance sostenido de la población europea en la Nueva España del mil quinientos y en los siglos subsecuentes se tradujo claramente en un avance vertiginoso de la propiedad de la tierra en mano de los españoles, en detrimento por supuesto de la de la población nativa. Muchas veces, las mercedes de tierras otorgadas a los conquistadores y/o colonizadores castellanos fueron otorgadas en territorios pertenecientes a los pueblos de indios considerados baldíos por los encomenderos y empresarios españoles.

A partir del ascenso al trono de Felipe II, el territorio de cada altépetl, villa o barrio se vio en peligro, debido a que toda tierra no cultivada pasaba directamente a ser dominio de la Corona. No obstante, desde el punto de vista indígena, el término baldío como sinónimo de realengos era, en todo caso, una usurpación inadmisible de sus derechos ancestrales. Debido a las implicaciones de las cédulas de composición y mercedes de tierra por un lado, y los efectos de las congregaciones y/o reducciones de la población autóctona por el otro, los señores naturales y sus pueblos se vieron en la necesidad apremiante de defender sus derechos sobre la tierra y lo hicieron mediante las llamadas composiciones, emprendidas con base en sus “pinturas” o Títulos Primordiales que también sirvieron de testimonio ante los tribunales coloniales y los pleitos judiciales en la propia España.

Como también es sabido, los pueblos y las comunidades indígenas se opusieron férreamente a las congregaciones porque estas, más que aquellas primeras reducciones efectuadas por los funcionarios y religiosos españoles a mediados del siglo XVI, redefinieron en muchos de los casos y por completo la totalidad de los términos y los lindes territoriales de cada altépetl vecino a las ciudades y villas de población predominantemente europea. En apretado resumen, se tiene que las Reales Cédulas de composiciones de tierras dadas a fines del 1500, específicamente hacia 1591, y reiteradas después en 1618, 1631, 1642, 1646 y hasta fines del periodo colonial— propiciaron (por decir lo menos) el reordenamiento de las tierras en manos de los pueblos de indios.

Asimismo, influyeron en este proceso de mediana duración otros factores económicos y sociohistóricos tales como las congregaciones ya mencionadas, el establecimiento y expansión de la propiedad española en forme de haciendas y estancias, así como la despoblación indígena de grandes extensiones de territorio en el Centro de México a lo largo del primer siglo de colonización y dominación castellanas. Estas mutaciones y cambios en materia agrarias -entre otros aspectos varios aquí no mencionados- obligaron a los altepemeh y los pueblos de indios del espacio colonial novohispano a (re)escribir la historia de su linaje y el origen de sus derechos sobre la tierra ocupada de suyo siglos atrás por sus antepasados y/o miembros fundadores (cuasimíticos o históricos).

En el número cada vez mayor de conflictos y disputas por la tierra que caracterizaron a este periodo de la historia agraria novohispana, la documentación -de tradición nativa o estilo español- que justificase o aprobase en términos documentales la posesión de un territorio determinado era importantísima. Con frecuencia los pueblos de indios contaban con pocos o ningún documento de esta naturaleza en su poder, por lo que algunos de sus tlahtoqueh o señores se dieron a la tarea de escribir y/o comisionar la elaboración de papeles y pinturas que probasen sus derechos sobre la tierra y su ocupación antigua, pruebas documentales supuestamente añejas que pudiesen presentar ante las autoridades virreinales y/o los tribunales en la metrópoli.

Al parecer, según lo señalan algunos de los estudios más recientes sobre los manuscritos que conforman el Grupo Techialoyan, existió en algún punto de la Ciudad de México colonial una suerte de taller o lugar en donde se manufacturaron estos títulos en cierto modo falsos, espacio aún no determinado al que podía acudir los pueblos o altpemeh que necesitasen ordenar la confección de un documento textual e ilustrado en un estilo mixto, esto es compuesto por textos alfabéticos en caracteres latinos y escenas pictóricas de presunta tradición nativa preeuropea; todo ello escrito y pintado (junto con la historia y geografía y los nombres y personajes del linaje de su propio pueblo o comunidad) en una suerte de papel amate grueso que finalmente se ahumaba para darle una apariencia vetusta.

Se sabe también que algunos de los indígenas -o mestizos o castizos- instruidos en la cultura escrita europea se dieron a la realización de este tipo de manuscritos ilustrados para el uso principalmente de los pueblos de indios, para la conservación de los registros históricos internos y finalmente para su presentación ante las autoridades y los oficiales castellanos. Lo que todavía no se sabe a bien es si este tipo de piezas documentales eran compuestas en las comunidades solicitantes de tales papeles y/o pinturas; o si por el contrario se trataba de escribientes nativos especializados pertenecientes a un taller itinerante que recorría los valles centrales vecinos a la capital virreinal.

El creador, o quizá debiésemos decir más bien los creadores, de los manuscritos Techialoyan usualmente escribían con una gran destreza los caracteres latinos y pintaban en múltiples colores sobre un papel de corteza tosco que ya no se usaba en la época en la que fueron elaborados la mayoría de estos documentos de factura indígena. Por otra parte, se tiene que los autores también nativos de los llamados “Títulos primordiales” utilizaban una mano más regular y dibujaban con tinta negra sobre papel europeo.

Tanto los unos como los otros, es decir los individuos que confeccionaban ambos tipos de manuscritos, operaban en un puesto no oficial que, por supuesto no estaba reconocido por los fiscales o autoridades virreinales, mismos que trataron -inútilmente por lo visto- de poner un alto a la producción de este tipo de y otras piezas documentales similares. Igualmente, sabemos que en algunas ocasiones eran los mismos oficiales coloniales encargados de hacer las mediciones a lo largo de una región determinada quienes pedían específicamente a las comunidades indígenas que hicieren este tipo de documentos cuando se careciere de ellos; lo que añade un factor más a la explicación del origen de estos peculiares códices novohispanos.

Consideraciones finales

Si bien es cierto que la práctica de la escritura pictoglífica tradicional se mantuvo viva en diversas regiones del espacio colonial novohispano durante varias décadas más -e incluso siglos para el caso maya en la provincia yucateca- después de la conquista española; también lo es que el formato, contenido y composición de los manuscritos del corpus Techialoyan aquí tratados muestra más bien la influencia de la plástica europeo-occidental postrenacentista, más que patrones y/o formas de acusado origen indígena mesoamericano; con todo, no debe olvidarse la supuesta e importante pervivencia de topónimos jeroglíficos en algunas de estas piezas documentales (p. ej. el Códice de Tepotzotlán-Tzontecomatl).

Aunque en un principio, a inicios de la época colonial novohispana temprana, las “pinturas” de tradición nativa-mesoamericana fueron aceptados como documentos probatorios y/o validos ante las autoridades castellanas -e incluso en determinados casos instigados por éstas- y el derecho indiano vigente hacia los dos primeros tercios del milquinientos— apenas iniciado el siglo siguiente, esto es el XVII, época de relativa estabilidad en la Nueva España, vemos que la situación respecto a la manufactura y comisión de toda suerte de manuscritos por los pueblos de indios no amainó y por supuesto tampoco desapareció del todo.

Por el contrario, es del todo justo ver en este tipo peculiar de códices hoy denominados Techialoyan el último estertor de una rica y milenaria tradición escrituraria de cuño autóctono mesoamericano, así como uno de los ingeniosos recursos de la cultura escrita europea e indígena asimilada por los escribientes nativos de los diferentes pueblos de indios de la época colonial en Hispanoamérica. Si bien en el pasado reciente el estudio y análisis de este corpus documental genuinamente indoespañol se ha visto limitado por su dispersión en los más diversos repositorios extranjeros, la publicación de ediciones facsimilares y/o digitales ‘en línea’ de muchos de estos manuscritos durante los últimos treinta años ha permitido que un mayor público – y no sólo los especialistas- se acerque e interese por estos singulares textos ilustrados depositarios a su vez de la historia político-social y la memoria colectiva de no pocos altepemeh del Centro de México.

Referencias documentales y bibliográficas

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2 comentarios

  • Jorge Pedro dice:

    Es curioso ese término, “indoeuropeo”, que el autor atribuye a Gómez de Orozco y en la actualidad se relaciona más, mucho más, con los pueblos que hablaron lenguas indoeuropeas. Sin embargo, ¿cómo reemplazarlo? ¿Hispano-indígena? Sonaría raro, aunque menos polisémico.

  • Daniel MG dice:

    Muy buena observación, le agradezco; creo que indoespañol sería acaso un término más correcto.